AMAR PERDONANDO

Mt 18, 21-35

Existimos con otros. No podemos vivir, ni desarrollar nuestra propia personalidad sin relacionarnos con otras personas. En la comunión con los demás está la clave de nuestra propia felicidad; pero con mucha frecuencia el convivir con los otros se vuelve en tarea ardua, y es causa de muchos conflictos y disgustos; pensemos en la vida familiar, en las relaciones de trabajo, en el conjunto de la vida social…

La fe cristiana aspira a una verdadera fraternidad entre los hombres en que la ley fundamental que regule las relaciones humanas sea el amor, cuya autenticidad se expresa y se prueba en el mutuo perdón de las faltas.

Esta visión cristiana se basa en la revelación del propio Dios en la historia. Ya la antigua Alianza presenta un Dios de perdón: “El Señor es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia”. El Nuevo Testamento  enriquece sobremanera la imagen de Dios: recordemos solamente la parábola del hijo pródigo (Lc 15). El Evangelio de este domingo se sitúa en la misma línea, subrayando fuertemente la generosidad de Dios en el perdón: “El Señor tuvo lástima de aquél y lo dejó marchar, perdonándole la deuda”. La revelación de Dios como amor y como perdón culmina en la existencia total de Cristo, misterio de reconciliación de Dios con la humanidad.

El creyente, que ya desde ahora participa de la vida divina en Cristo, debe hacer presente entre los hombres el perdón de Dios; debe crear en sí mismo una disposición habitual de perdón ante la ofensa, consciente de ser él mismo deudor ante Dios y ello en una medida incomparablemente más elevada. El perdón en el cristiano no se reduce a un deber moral que debe cumplir; viene a ser, más bien, una especie de proclamación de la fe en Dios, como un eco de la conciencia de haber sido antes perdonado, algo así como una virtud teologal que prolonga en cada creyente la actitud perdonadora del propio Dios.

Preguntémonos: ¿perdono de corazón a los que me ofenden? ¿Hay en mi corazón odios, rencores o deseos de venganza?

Señor Dios, creador y soberano de todas las cosas, vuelve a nosotros tus ojos y concede que te sirvamos de todo corazón, para que experimentemos los efectos de tu misericordia. Por Cristo nuestro Señor. Amén.